Narrado por : Juan Camilo Tobon A.
Pasamos una noche
tranquila. El sueño sólo era interrumpido por los vozarrones del recepcionista
del hotel y algún acompañante, que conversaban constantemente y sus voces se
metían en nuestras habitaciones, que como ya dijimos estaban situadas ambas en
el primer piso. Quizá no conversaban en voz demasiado alta pero a altas horas
de la noche, cuando no se escucha ningún otro tipo de sonido, ese murmullo molesta.
Ya desde el día anterior, una
chica en la caseta de Promoción Turística que estaba en el mirador del Valle de
Cocora en Salento, nos había informado el horario de funcionamiento del Parque.
Supimos que abría desde las 9 a .m.
hasta las 6 p.m. y que aunque era Viernes Santo para ellos esos días eran
considerados como de Alta Temporada. Con ese dato acordamos que trataríamos de
estar en el Parque del Café cerca de las 9:30 a.m. pues suponíamos que habría
mucha afluencia de gente y que a las 8 a .m. saldríamos del hotel a buscar el
desayuno.
La cafetería estaba a
nuestra disposición. No había más clientes en el lugar, seguramente por ser
Viernes Santo. Sirvieron huevos revueltos, panes, pandebonos, pandequesos y
tinto ó café con leche ó chocolate. Quedaron muy satisfechos nuestros estómagos
y también nuestros bolsillos pues por los cuatro desayunos cobraron $ 12.000.
Pasamos luego por el parque
principal, jugamos otra vez al chance y luego nos dirigimos hacia el hotel para
tomar el vehículo rumbo al Parque Nacional del Café. Cruzamos por la ciudad de
Armenia, y tomamos la vía hacia Quimbaya. Pasados diez minutos llegamos a
Montenegro, en cuya jurisdicción queda el Parque. Apenas entrábamos a las
primera calles de la población cuando en un abrir y cerrar de ojos un muchacho
en su cicla se puso paralelo a la ventanilla de nuestro conductor Manuel.
- Paisa: ¿Ya tiene los
pasaportes para el Parque?. Yo le digo dónde los consigue y le dan descuento.
Manuel entre desconcertado
e incrédulo le dijo:
- A ver, llévenos pues.
Sin pensarlo dos veces el
muchacho picó en su cicla, volteó a la derecha una cuadra, luego a la izquierda
y subió veloz, haciendo lo que antes solíamos llamar los ciclistas el clásico dancé
(pedaleo parado sobre los pedales y moviendo la cicla fuertemente hacia los
costados), dos empinadas cuadras que llevan a las calles principales del
pueblo, cuidándose de mirar de vez en cuando hacia atrás para no dejar perder a
sus posibles clientes, que habían quedado un poco rezagados. Tres cuadras más
en terreno plano, más miradas hacia atrás y se detuvo frente a un pequeño local
comercial.
-Aquí es, nos dijo.
Juan Camilo bajó del
vehículo para hacer las primeras averiguaciones. Ofrecieron entradas de $18.000,
$34.000 y $45.000. Manuel, que en cuestiones turísticas es bastante práctico y
que ya había visitado alguna vez el Parque, nos recomendó adquirir las más económicas.
Pero ni en ese sitio ni en otro similar dos locales más adelante tenían de las
baratas. Tendríamos que conseguirlas en las taquillas del Parque. Una vez le
dimos su merecida propina al guía ciclista, Juan Camilo fue a pie a un
supermercado para comprar cuatro botellas de agua pues sabemos que en sitios
turísticos el precio más que se dobla – Manuel y Beatriz bogan agua como
camellos - y mientras pagaba en la caja pasó nuestro vehículo conducido por
Manuel dando alguna vuelta mientras yo hacía la compra. También la cajera se
distrajo mirando “ese carro que acaba de pasar pintado por todas partes”.
No hicimos caso a la recomendación.
Manuel dio instrucciones a Juan Camilo para que bajara del carro y mientras la
fila de vehículos avanzaba lentamente fuera comprando los tiquetes. Contrario a
lo esperado, en la taquilla que escogí no había fila. Me desprendí de $ 72.000
y me entregaron los cuatro tiquetes, tarifa más económica, cada uno con tres
desprendibles. Cuando terminé mi gestión ya el vehículo con Manuel, Cecilia y
Beatriz estaba a unos cincuenta metros
de la entrada principal. Juan subió de nuevo al auto. La entrada en el carro,
muy organizada, conduce a los parqueaderos propios del Parque, por cuyo
servicio se deben cancelar otros $ 6.000, sin límite de tiempo.
Es un caminito
adoquinado de aproximadamente 1,20 metros de ancho, que va descendiendo
serpenteante, rodeado a ambos lados por plantas de café de varios tipos; sus
nombres y sus características las anuncian en pequeños avisos de madera;
también hay muchos tipos de flores. A la distancia, aprovechando su ubicación
en una pequeña altiplanicie, divisamos la ciudad de Armenia. A medida que se va
descendiendo va uno encontrando diferentes atracciones que por cosas del
mercadeo han ido añadiendo, 17 sin costo, y 22 más pagando sumas adicionales.
Entre las primeras está el cementerio indígena, el puente de arriería, el puente colgante, las estaciones del ferrocarril y otras más. Cobran sumas adicionales por visitar El Show del Café, El show de las orquídeas, por el paseo a caballo y por las atracciones mecánicas como el carrusel, karts, botes chocones, etc.
Entre las primeras está el cementerio indígena, el puente de arriería, el puente colgante, las estaciones del ferrocarril y otras más. Cobran sumas adicionales por visitar El Show del Café, El show de las orquídeas, por el paseo a caballo y por las atracciones mecánicas como el carrusel, karts, botes chocones, etc.
Iniciamos el recorrido con
clima agradable; no caía ni amenazaba
lluvia pero a medida que fuimos descendiendo por el sendero, sentíamos bochorno por la alta humedad reinante. Al
igual que el día anterior, Manuel y Juan Camilo accionaban constantemente sus
cámaras fotográficas.
De vez en cuando, algún visitante del parque nos solicitaba la colaboración para tomarle “una foto” a él y a su compañera, naturalmente con la cámara de ellos. Manuel, que normalmente iba más adelante que el lento de Juan Camilo, se veía muy simpático con un morralito rojo a sus espaldas, como cualquier joven estudiante moderno. Allí cargaba entre otras cosas su infaltable botellita con agua.
Observamos las tumbas del cementerio indígena, el puente de arriería, el puente bambusario, el antiguo jeep Willys cargado hasta el tope con bultos de café; la casa campesina con su mobiliario antiguo en las habitaciones, cocina y corredores. Hicimos una escala en el recorrido, en un sitio donde anunciaban la iniciación del show de las orquídeas.
No entramos a este espectáculo y más bien mis compañeros optaron por comprar sendos raspados, aquel tradicional refresco donde a un vasado de hielo desmenuzado le echan encima unos almíbares rojos y no sé que más menjurjes. Mientras lo consumían sentados en unas rústicas bancas, apareció una chica, funcionaria de la oficina de turismo y que por pura casualidad era la misma que nos había dado la información el día anterior en la caseta turística en el mirador de Salento. Se acercó a nuestro grupo y nos comunicó su intención de hacer una encuesta sobre la apreciación que se tenía del Parque, cómo habíamos llegado, cuánto íbamos a gastar, qué fallas veíamos y otras preguntas más. Por unanimidad absoluta escogimos a Manuel para responder el cuestionario; después de contestar, añadió Manuel que el precio de entrada le parecía muy costoso si se pensaba sobre todo en la parte de la población que gana un salario mínimo.
De vez en cuando, algún visitante del parque nos solicitaba la colaboración para tomarle “una foto” a él y a su compañera, naturalmente con la cámara de ellos. Manuel, que normalmente iba más adelante que el lento de Juan Camilo, se veía muy simpático con un morralito rojo a sus espaldas, como cualquier joven estudiante moderno. Allí cargaba entre otras cosas su infaltable botellita con agua.
Observamos las tumbas del cementerio indígena, el puente de arriería, el puente bambusario, el antiguo jeep Willys cargado hasta el tope con bultos de café; la casa campesina con su mobiliario antiguo en las habitaciones, cocina y corredores. Hicimos una escala en el recorrido, en un sitio donde anunciaban la iniciación del show de las orquídeas.
No entramos a este espectáculo y más bien mis compañeros optaron por comprar sendos raspados, aquel tradicional refresco donde a un vasado de hielo desmenuzado le echan encima unos almíbares rojos y no sé que más menjurjes. Mientras lo consumían sentados en unas rústicas bancas, apareció una chica, funcionaria de la oficina de turismo y que por pura casualidad era la misma que nos había dado la información el día anterior en la caseta turística en el mirador de Salento. Se acercó a nuestro grupo y nos comunicó su intención de hacer una encuesta sobre la apreciación que se tenía del Parque, cómo habíamos llegado, cuánto íbamos a gastar, qué fallas veíamos y otras preguntas más. Por unanimidad absoluta escogimos a Manuel para responder el cuestionario; después de contestar, añadió Manuel que el precio de entrada le parecía muy costoso si se pensaba sobre todo en la parte de la población que gana un salario mínimo.
Promediando la caminata,
Juan Camilo, que se había quedado un poco más atrás de Beatriz y ésta a su vez más
atrás de Manuel y Maria Cecilia, observó a una persona que le pareció conocida,
aunque por el atuendo informal no estaba completamente seguro si correspondía a
la persona que estaba pensando. Juan
Camilo siguió observando y el personaje empezó a caminar en dirección a Juan
pero sin distinguirlo. Cuando pasaba ya muy cerca reaccionó como quien ve a
alguien amigo. Se acercó muy simpático y me saludó, Era Edison, el ex novio de Juliana que estaba
paseando con un compañero de trabajó de origen francés. Habían llegado de
Bogotá cruzando por La Línea
pues la vía más utilizada, por el Páramo de Letras estaba cerrada. El francés,
muy contento, gozando del clima diferente al de Bogotá y elogiando las
carreteras que estaban en muy buen estado según su criterio.
Edison preguntó por
Beatriz, que ya venía en mi búsqueda. Yo aproveché cuando él fue a encontrarse
con ella para tomar dos fotografías y llevarlas para Juliana. Nos despedimos y
me quedé pensando en que si nos hubiéramos puesto de acuerdo para encontrarnos
en algún sitio del Parque todavía nos estaríamos buscando.
Seguimos el recorrido. Las
rèplicas de las estaciones del ferrocarril de hace cincuenta años, la hermosa
capillita, la gran plazoleta llamada Plaza de Bolívar, y muchas cosas más se
fueron sucediendo a nuestro paso. Aprendimos
sobre el proceso del café, explicado por guías ubicadas en diferentes sitios
del parque.
Terminada la parte
terrestre abordamos el teleférico para regresar por el aire al lugar de
entrada. Oportunidad para fotografías aéreas que no desperdiciamos. Descendimos
y fuimos a buscar la salida. Tuvimos que preguntar a una de las guías por donde
era pues nos estaba dando alguna dificultad encontrarla.
Era más ó menos la una de
la tarde. A dicha hora se notaba la gran cantidad de gente que estaba visitando
el Parque ese día.
Como aún nos quedaba tiempo,
aprovechamos la cercanía al municipio de Quimbaya, para ir al parque Panaca,
otro de los turísticos lugares del Quindío. Un pequeño extravío saliendo de
Montenegro que corregimos rápidamente, preguntando en una carpa de información
turística que encontramos a un costado de la vía. Pasamos por una de las calles
extremas de Quimbaya, situado a unos quince minutos de Montenegro y luego
doblamos a la izquierda para tomar una carretera veredal durante unos quince
minutos. Antes de llegar, se pasa por
una finca lujosa con una casa enorme, hoy convertida en hotel y que años atrás
perteneciera a uno de los narcos famosos del país.
Llegamos a Panaca y Juan
Camilo bajó otra vez del auto para obtener información de precios y servicios.
Caminó hasta la entrada principal del parque donde un guía explicó con amabilidad las
diversas posibilidades que teníamos y los derechos que adquiríamos con cada una
de las tarifas. El vehículo también debía ser parqueado en el lugar escogido
por la organización previo el pago del estacionamiento. Nos pareció que el
valor de las entradas no estaba acorde con los servicios ofrecidos y resolvimos
más bien salir en busca del almuerzo.
Manuel, desde la época en que viajaba con Juan Camilo, tenía entre ceja y ceja un restaurante en Armenia que le había parecido interesante por sus precios y por lo abundante de la comida. Pero sólo recordaba que quedaba en un segundo piso y que el vigilante en la calle tapaba el parabrisas con un cartón para evitar el calentamiento en la parte interna del carro. Preguntó entonces a Juan Camilo si recordaba la ubicación. En principio Juan lo estaba confundiendo con otro restaurante típico paisa muy en el centro de la ciudad, pero con alguna explicación adicional supo a cuál era al que Manuel se refería. No muy seguro, dijo que intentaría llevarlos al sitio. Poco a poco fue indicando por donde se debía enrutar, llegó a un punto donde dudó si debería coger a la derecha ó a la izquierda pero indicó giro a la derecha, otra vez a la derecha después de un semáforo al frente de un parque, el paso por donde antes quedaba la estación de los bomberos, una cuadra más en descenso y llegamos al sitio objetivo.
Subimos las escaleras que
conducen al segundo piso, el personal de la cocina nos miró con curiosidad y
sonrió por algún comentario de alguien sobre algo que no supimos qué, y nos
acomodamos en una de de las mesas del amplio salón. Cada uno escogió su plato.
Notamos algunas diferencias con la idea que teníamos en mente, especialmente en
la cantidad de las porciones no tan abundantes y un poco más tarde en los
precios, que no fueron tan populares como recordábamos eran unos años atrás.
Apelando a nuestras labores
de inteligencia supimos que había una nueva administración y tal vez eso
explicaba dichas diferencias.
Después del almuerzo,
mientras chupábamos el confite de menta que entregan a la salida de los
restaurantes para mitigar el amargo de pagar la cuenta, nuestro conductor guía
nos hizo un recorrido por algunas vías de Armenia para que Beatriz y Maria
Cecilia se dieran en forma rápida una
idea de la ciudad, para luego seguir rumbo a Calarcá y tomar un merecido
descanso en las habitaciones del hotel.
Ya en la nochecita, salimos
a dar un paseo a pie y llegamos al
parque principal.
El día anterior habíamos
visto una carpa frente a la iglesia, donde una morocha, de pie al lado de su
patrón, cogía en sus manos una piña y
con un aparatito especial cortaba y picaba la pulpa dentro de la misma piña,
añadía en su interior helado de dos ó tres sabores a elección del cliente y
luego echaba salsas dulces encima. El envase era la misma corteza de la piña.
Nos pareció llamativo el producto y nos antojamos de probarlo, pero como
veníamos de comer en el restaurante del paisa sólo averiguamos el precio y
aplazamos la compra para el día de hoy.
Por eso, el primer sitio
que visitamos en nuestra caminada fue la carpa de la morocha. Cada uno hizo su
pedido según sus preferencias, cancelamos los
$ 3.500 por unidad, y nos
sentamos en una escalinata en la plaza a disfrutar el exótico refresco. Al
terminar, como turistas educados que somos, fuimos a depositar las cortezas
vacías a una basurera que había pasando la calle. Continuamos, tomando otra vez
por la calle principal por donde habíamos paseado el día anterior, y ya al
regreso, entre charla y charla, todos, excepto la desganada de Beatriz,
estuvimos de acuerdo en que no comeríamos en forma y más bien tomaríamos algún
refuercito rápido.
Escogimos para el efecto un
sitio en la plaza principal, con cara de cafetería de cierto caché. Sendos
tintos para Manuel y Juan Camilo, una crema
con sabor a café para Maria Cecilia y Beatriz reemplazó su comida por un
pastel de pollo. Maria Cecilia cometió el grave error de darle una probadita a
Manuel y éste ni corto ni perezoso engulló de una vez buena parte del contenido
de la copa de su compañera.
Desde antes de la salida de
Medellín, Juan Camilo había ofrecido comprar en algún momento del paseo una
media de aguardiente como regalo a los compañeros. Pero conscientes de lo poco
tomadores que somos y viendo en la carta de la cafetería que ofrecían vino de
café, puso en órbita la idea de reemplazar su oferta inicial por una de estas
botellas. La idea fue bien recibida de inmediato. Hicimos las averiguaciones
del caso con la mesera, quien poco informada debió recurrir a la dueña del
negocio para que nos diera las explicaciones pertinentes. La botella nos
alcanzó para dos copitas a cada uno, las que consumimos en medio de una charla
agradable. Maria Cecilia había comprado el día anterior, en el Parque del Café,
una pulserita elaborada por artesanos en un material que llaman acerina, quizá
por tener un lejano parecido al acero. Manuel tomó la pulserita y explicaba
algo a Beatriz cuando ¡pluf!,algún movimiento brusco que hizo sobre la pulsera
ocasionó que ésta se abriera y una gran cantidad de pepitas volaran sobre el piso en todas
direcciones. Pasada la sorpresa de Manuel y las carcajadas del resto, se
recogieron algunas de las chaquiras y alguien, tal vez Beatriz, no sé como lo
calculó, pero expresó que faltaban cuatro pepitas por encontrar. Empezó la
búsqueda sobre un piso saraviado que dificultaba el encontrarlas, pero poco a
poco fueron apareciendo hasta completar el total de bolitas caídas.
Una vez salimos, Manuel,
Maria Cecilia y Beatriz partieron hacia el hotel, mientras Juan Camilo se
separó del grupo atraído por la procesión que a
media cuadra de la cafetería entraba a la iglesia. Durante unos diez
minutos observó las imágenes, algunas en andas y otras en carrozas muy
adornadas. Cuando Juan llegó al hotel todavía estaban sus compañeros en el hall
y ya Manuel había pronosticado que la oveja descarriada llegaría muy pronto.