viernes, 10 de abril de 2009

VIAJE ZONA CAFETERA 2009 dia2






dia2– VIERNES SANTO- ABRIL 10

                                                Narrado por : Juan Camilo Tobon A.

Pasamos una noche tranquila. El sueño sólo era interrumpido por los vozarrones del recepcionista del hotel y algún acompañante, que conversaban constantemente y sus voces se metían en nuestras habitaciones, que como ya dijimos estaban situadas ambas en el primer piso. Quizá no conversaban en voz demasiado alta pero a altas horas de la noche, cuando no se escucha ningún otro tipo de sonido, ese murmullo molesta.

 En nuestro programa figuraba visitar el Parque del Café.

Ya desde el día anterior, una chica en la caseta de Promoción Turística que estaba en el mirador del Valle de Cocora en Salento, nos había informado el horario de funcionamiento del Parque. Supimos que abría desde las 9 a.m. hasta las 6 p.m. y que aunque era Viernes Santo para ellos esos días eran considerados como de Alta Temporada. Con ese dato acordamos que trataríamos de estar en el Parque del Café cerca de las 9:30 a.m. pues suponíamos que habría mucha afluencia de gente y que a las 8 a.m. saldríamos del hotel a buscar el desayuno.

 A las 7:30 a.m. el teléfono interno de nuestra habitación repicaba y Manuel al otro lado de la línea preguntaba si estábamos listos. Muy cumplidamente, a las 8 a.m. salimos a buscar el desayuno, pero antes cancelamos otro día de hotel pues ya habíamos comprobado que se ajustaba a las expectativas que teníamos.

 Salimos caminando en dirección al parque principal de Calarcá, a una cuadra y media del hotel. Media cuadra antes de llegar al parque entramos a una cafetería que conocíamos desde años anteriores. Es un lugar tranquilo, un poco estrecho para los visitantes pues es un local de poco ancho y muy alargado; a la entrada hay un mostrador con productos de panadería para venta al público; en otra área fabrican panes y bizcochos decorados; es dirigido por su propietario de nombre Néstor, un hombre muy trabajador, cuya cabeza ya empieza a mostrar claros en su pelaje.
La cafetería estaba a nuestra disposición. No había más clientes en el lugar, seguramente por ser Viernes Santo. Sirvieron huevos revueltos, panes, pandebonos, pandequesos y tinto ó café con leche ó chocolate. Quedaron muy satisfechos nuestros estómagos y también nuestros bolsillos pues por los cuatro desayunos cobraron $ 12.000.

Pasamos luego por el parque principal, jugamos otra vez al chance y luego nos dirigimos hacia el hotel para tomar el vehículo rumbo al Parque Nacional del Café. Cruzamos por la ciudad de Armenia, y tomamos la vía hacia Quimbaya. Pasados diez minutos llegamos a Montenegro, en cuya jurisdicción queda el Parque. Apenas entrábamos a las primera calles de la población cuando en un abrir y cerrar de ojos un muchacho en su cicla se puso paralelo a la ventanilla de nuestro conductor Manuel.

- Paisa: ¿Ya tiene los pasaportes para el Parque?. Yo le digo dónde los consigue y le dan descuento.

Manuel entre desconcertado e incrédulo le dijo:

- A ver, llévenos pues.

Sin pensarlo dos veces el muchacho picó en su cicla, volteó a la derecha una cuadra, luego a la izquierda y subió veloz, haciendo lo que antes solíamos llamar los ciclistas el clásico dancé (pedaleo parado sobre los pedales y moviendo la cicla fuertemente hacia los costados), dos empinadas cuadras que llevan a las calles principales del pueblo, cuidándose de mirar de vez en cuando hacia atrás para no dejar perder a sus posibles clientes, que habían quedado un poco rezagados. Tres cuadras más en terreno plano, más miradas hacia atrás y se detuvo frente a un pequeño local comercial.

-Aquí es, nos dijo.

Juan Camilo bajó del vehículo para hacer las primeras averiguaciones. Ofrecieron entradas de $18.000, $34.000 y $45.000. Manuel, que en cuestiones turísticas es bastante práctico y que ya había visitado alguna vez el Parque, nos recomendó adquirir las más económicas. Pero ni en ese sitio ni en otro similar dos locales más adelante tenían de las baratas. Tendríamos que conseguirlas en las taquillas del Parque. Una vez le dimos su merecida propina al guía ciclista, Juan Camilo fue a pie a un supermercado para comprar cuatro botellas de agua pues sabemos que en sitios turísticos el precio más que se dobla – Manuel y Beatriz bogan agua como camellos - y mientras pagaba en la caja pasó nuestro vehículo conducido por Manuel dando alguna vuelta mientras yo hacía la compra. También la cajera se distrajo mirando “ese carro que acaba de pasar pintado por todas partes”.

 Tomamos la vía a Pueblo Tapao, vereda de Montenegro. Son seis kilómetros los que deben recorrerse para llegar al afamado Parque turístico. Cuando faltaban 500 metros para la entrada empezamos a oler a Parque. Una larga fila de vehículos sobre la carretera y lotes adecuados en fincas al lado de la vía con letreros que decían algo así como “si no le da desconfianza, parquee aquí”.

No hicimos caso a la recomendación. Manuel dio instrucciones a Juan Camilo para que bajara del carro y mientras la fila de vehículos avanzaba lentamente fuera comprando los tiquetes. Contrario a lo esperado, en la taquilla que escogí no había fila. Me desprendí de $ 72.000 y me entregaron los cuatro tiquetes, tarifa más económica, cada uno con tres desprendibles. Cuando terminé mi gestión ya el vehículo con Manuel, Cecilia y Beatriz estaba  a unos cincuenta metros de la entrada principal. Juan subió de nuevo al auto. La entrada en el carro, muy organizada, conduce a los parqueaderos propios del Parque, por cuyo servicio se deben cancelar otros $ 6.000, sin límite de tiempo.

Por los $ 18.000 que pagó cada uno teníamos derecho a visitar todas las áreas del parque que tiene 54 hectáreas, bajar en teleférico hasta el parque de atracciones mecánicas y volver a subir en teleférico. Otra vez atendimos la sugerencia de Manuel de no utilizar el teleférico de ida y de vuelta, pues sólo conoceríamos el Parque desde el aire y en poco tiempo estaríamos afuera otra vez, pues el recorrido sólo dura unos cuatro minutos.  Por motivos de estado físico la mayoría escogió bajar a pie y subir en teleférico. Antes de iniciar el recorrido hubo visita a los baños que sorpresivamente no tenían cobro adicional y ya descansados emprendimos la marcha por el sendero peatonal.
Es un caminito adoquinado de aproximadamente 1,20 metros de ancho, que va descendiendo serpenteante, rodeado a ambos lados por plantas de café de varios tipos; sus nombres y sus características las anuncian en pequeños avisos de madera; también hay muchos tipos de flores. A la distancia, aprovechando su ubicación en una pequeña altiplanicie, divisamos la ciudad de Armenia. A medida que se va descendiendo va uno encontrando diferentes atracciones que por cosas del mercadeo han ido añadiendo, 17 sin costo, y 22 más pagando sumas adicionales.
Entre las primeras está el cementerio indígena, el puente de arriería, el puente colgante, las estaciones del ferrocarril y otras más. Cobran sumas adicionales por visitar El Show del Café, El show de las orquídeas,  por el paseo a caballo y por las atracciones mecánicas como el carrusel, karts, botes chocones, etc.

Iniciamos el recorrido con clima agradable;  no caía ni amenazaba lluvia pero a medida que fuimos descendiendo por el sendero, sentíamos  bochorno por la alta humedad reinante. Al igual que el día anterior, Manuel y Juan Camilo accionaban constantemente sus cámaras fotográficas.
De vez en cuando, algún visitante del parque nos solicitaba la colaboración para tomarle “una foto” a él y a su compañera, naturalmente con la cámara de ellos. Manuel, que normalmente iba más adelante que el lento de Juan Camilo, se veía muy simpático con un morralito rojo a sus espaldas, como cualquier joven estudiante moderno. Allí cargaba entre otras cosas su infaltable botellita con agua.
Observamos las tumbas del cementerio indígena, el puente de arriería, el puente bambusario, el antiguo jeep Willys cargado hasta el tope con bultos de café; la casa campesina con su mobiliario antiguo en las habitaciones, cocina y corredores. Hicimos una escala en el recorrido, en un sitio donde anunciaban la iniciación del show de las orquídeas.
 No entramos a este espectáculo y más bien mis compañeros optaron por comprar sendos raspados, aquel tradicional refresco donde a un vasado de hielo desmenuzado le echan encima unos almíbares rojos y no sé que más menjurjes. Mientras lo consumían sentados en unas rústicas bancas, apareció una chica, funcionaria de la oficina de turismo y que por pura casualidad era la misma que nos había dado la información el día anterior en la caseta turística en el mirador de Salento. Se acercó a nuestro grupo y nos comunicó su intención de hacer una encuesta sobre la apreciación que se tenía del Parque, cómo habíamos llegado, cuánto íbamos a gastar, qué fallas veíamos y otras preguntas más. Por unanimidad absoluta escogimos a Manuel para responder el cuestionario; después de contestar, añadió Manuel que el precio de entrada le parecía muy costoso si se pensaba sobre todo en la parte de la población que gana un salario mínimo.

Promediando la caminata, Juan Camilo, que se había quedado un poco más atrás de Beatriz y ésta a su vez más atrás de Manuel y Maria Cecilia, observó a una persona que le pareció conocida, aunque por el atuendo informal no estaba completamente seguro si correspondía a la persona que estaba pensando.  Juan Camilo siguió observando y el personaje empezó a caminar en dirección a Juan pero sin distinguirlo. Cuando pasaba ya muy cerca reaccionó como quien ve a alguien amigo. Se acercó muy simpático y me saludó,  Era Edison, el ex novio de Juliana que estaba paseando con un compañero de trabajó de origen francés. Habían llegado de Bogotá cruzando por La Línea pues la vía más utilizada, por el Páramo de Letras estaba cerrada. El francés, muy contento, gozando del clima diferente al de Bogotá y elogiando las carreteras que estaban en muy buen estado según su criterio.

Edison preguntó por Beatriz, que ya venía en mi búsqueda. Yo aproveché cuando él fue a encontrarse con ella para tomar dos fotografías y llevarlas para Juliana. Nos despedimos y me quedé pensando en que si nos hubiéramos puesto de acuerdo para encontrarnos en algún sitio del Parque todavía nos estaríamos buscando.


Seguimos el recorrido. Las rèplicas de las estaciones del ferrocarril de hace cincuenta años, la hermosa capillita, la gran plazoleta llamada Plaza de Bolívar, y muchas cosas más se fueron sucediendo a nuestro paso.  Aprendimos sobre el proceso del café, explicado por guías ubicadas en diferentes sitios del parque.

Ya en la parte final del recorrido, en una gran plazoleta, encontramos restaurantes de todo tipo, como es natural con precios bastante inflados. Nosotros sólo nos tomamos un delicioso tinto pues la idea era ir a almorzar a otro lugar. Beatriz aprovechó para comprar pequeños detalles para llevar de regalito a nuestros allegados.


Terminada la parte terrestre abordamos el teleférico para regresar por el aire al lugar de entrada. Oportunidad para fotografías aéreas que no desperdiciamos. Descendimos y fuimos a buscar la salida. Tuvimos que preguntar a una de las guías por donde era pues nos estaba dando alguna dificultad encontrarla.

Era más ó menos la una de la tarde. A dicha hora se notaba la gran cantidad de gente que estaba visitando el Parque ese día.

Como aún nos quedaba tiempo, aprovechamos la cercanía al municipio de Quimbaya, para ir al parque Panaca, otro de los turísticos lugares del Quindío. Un pequeño extravío saliendo de Montenegro que corregimos rápidamente, preguntando en una carpa de información turística que encontramos a un costado de la vía. Pasamos por una de las calles extremas de Quimbaya, situado a unos quince minutos de Montenegro y luego doblamos a la izquierda para tomar una carretera veredal durante unos quince minutos.  Antes de llegar, se pasa por una finca lujosa con una casa enorme, hoy convertida en hotel y que años atrás perteneciera a uno de los narcos famosos del país.

Llegamos a Panaca y Juan Camilo bajó otra vez del auto para obtener información de precios y servicios. Caminó hasta la entrada principal del parque  donde un guía explicó con amabilidad las diversas posibilidades que teníamos y los derechos que adquiríamos con cada una de las tarifas. El vehículo también debía ser parqueado en el lugar escogido por la organización previo el pago del estacionamiento. Nos pareció que el valor de las entradas no estaba acorde con los servicios ofrecidos y resolvimos más bien salir en busca del almuerzo.

Manuel, desde la época en que viajaba con Juan Camilo, tenía entre ceja y ceja un restaurante en Armenia que le había parecido interesante por sus precios y por lo abundante de la comida. Pero sólo recordaba que quedaba en un segundo piso y que el vigilante en la calle tapaba el parabrisas con un cartón para evitar el calentamiento en la parte interna del carro. Preguntó entonces a Juan Camilo si recordaba la ubicación. En principio Juan lo estaba confundiendo con otro restaurante típico paisa muy en el centro de la ciudad, pero con alguna explicación adicional supo a cuál era al que Manuel se refería. No muy seguro, dijo que intentaría  llevarlos al sitio. Poco a poco fue indicando por donde se debía enrutar, llegó a un punto donde dudó si debería coger a la derecha ó a la izquierda pero indicó giro a la derecha, otra vez a la derecha después de un semáforo al frente de un parque, el paso por donde antes quedaba la estación de los bomberos, una cuadra  más en descenso y llegamos al sitio objetivo.


Subimos las escaleras que conducen al segundo piso, el personal de la cocina nos miró con curiosidad y sonrió por algún comentario de alguien sobre algo que no supimos qué, y nos acomodamos en una de de las mesas del amplio salón. Cada uno escogió su plato. Notamos algunas diferencias con la idea que teníamos en mente, especialmente en la cantidad de las porciones no tan abundantes y un poco más tarde en los precios, que no fueron tan populares como recordábamos eran unos años atrás.

Apelando a nuestras labores de inteligencia supimos que había una nueva administración y tal vez eso explicaba dichas diferencias.


Después del almuerzo, mientras chupábamos el confite de menta que entregan a la salida de los restaurantes para mitigar el amargo de pagar la cuenta, nuestro conductor guía nos hizo un recorrido por algunas vías de Armenia para que Beatriz y Maria Cecilia se dieran  en forma rápida una idea de la ciudad, para luego seguir rumbo a Calarcá y tomar un merecido descanso en las habitaciones del hotel.


Ya en la nochecita, salimos a dar un paseo a pie y  llegamos al parque principal.


El día anterior habíamos visto una carpa frente a la iglesia, donde una morocha, de pie al lado de su patrón,  cogía en sus manos una piña y con un aparatito especial cortaba y picaba la pulpa dentro de la misma piña, añadía en su interior helado de dos ó tres sabores a elección del cliente y luego echaba salsas dulces encima. El envase era la misma corteza de la piña. Nos pareció llamativo el producto y nos antojamos de probarlo, pero como veníamos de comer en el restaurante del paisa sólo averiguamos el precio y aplazamos la compra para el día de hoy.


Por eso, el primer sitio que visitamos en nuestra caminada fue la carpa de la morocha. Cada uno hizo su pedido según sus preferencias, cancelamos los

$ 3.500 por unidad, y nos sentamos en una escalinata en la plaza a disfrutar el exótico refresco. Al terminar, como turistas educados que somos, fuimos a depositar las cortezas vacías a una basurera que había pasando la calle. Continuamos, tomando otra vez por la calle principal por donde habíamos paseado el día anterior, y ya al regreso, entre charla y charla, todos, excepto la desganada de Beatriz, estuvimos de acuerdo en que no comeríamos en forma y más bien tomaríamos algún refuercito rápido.


Escogimos para el efecto un sitio en la plaza principal, con cara de cafetería de cierto caché. Sendos tintos para Manuel y Juan Camilo, una crema  con sabor a café para Maria Cecilia y Beatriz reemplazó su comida por un pastel de pollo. Maria Cecilia cometió el grave error de darle una probadita a Manuel y éste ni corto ni perezoso engulló de una vez buena parte del contenido de la copa de su compañera.  


Desde antes de la salida de Medellín, Juan Camilo había ofrecido comprar en algún momento del paseo una media de aguardiente como regalo a los compañeros. Pero conscientes de lo poco tomadores que somos y viendo en la carta de la cafetería que ofrecían vino de café, puso en órbita la idea de reemplazar su oferta inicial por una de estas botellas. La idea fue bien recibida de inmediato. Hicimos las averiguaciones del caso con la mesera, quien poco informada debió recurrir a la dueña del negocio para que nos diera las explicaciones pertinentes. La botella nos alcanzó para dos copitas a cada uno, las que consumimos en medio de una charla agradable. Maria Cecilia había comprado el día anterior, en el Parque del Café, una pulserita elaborada por artesanos en un material que llaman acerina, quizá por tener un lejano parecido al acero. Manuel tomó la pulserita y explicaba algo a Beatriz cuando ¡pluf!,algún movimiento brusco que hizo sobre la pulsera ocasionó que ésta se abriera y una gran cantidad de  pepitas volaran sobre el piso en todas direcciones. Pasada la sorpresa de Manuel y las carcajadas del resto, se recogieron algunas de las chaquiras y alguien, tal vez Beatriz, no sé como lo calculó, pero expresó que faltaban cuatro pepitas por encontrar. Empezó la búsqueda sobre un piso saraviado que dificultaba el encontrarlas, pero poco a poco fueron apareciendo hasta completar el total de bolitas caídas.


Una vez salimos, Manuel, Maria Cecilia y Beatriz partieron hacia el hotel, mientras Juan Camilo se separó del grupo atraído por la procesión que a  media cuadra de la cafetería entraba a la iglesia. Durante unos diez minutos observó las imágenes, algunas en andas y otras en carrozas muy adornadas. Cuando Juan llegó al hotel todavía estaban sus compañeros en el hall y ya Manuel había pronosticado que la oveja descarriada llegaría muy pronto.












Se definió la hora de partida del día siguiente para las 8:00 a.m., pues nuestro conductor guía consideraba que no había necesidad de madrugar mucho. Nos despedimos y nos fuimos a descansar a las respectivas habitaciones.

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