viernes, 10 de abril de 2009

VIAJE ZONA CAFETERA 2009 dia2






dia2– VIERNES SANTO- ABRIL 10

                                                Narrado por : Juan Camilo Tobon A.

Pasamos una noche tranquila. El sueño sólo era interrumpido por los vozarrones del recepcionista del hotel y algún acompañante, que conversaban constantemente y sus voces se metían en nuestras habitaciones, que como ya dijimos estaban situadas ambas en el primer piso. Quizá no conversaban en voz demasiado alta pero a altas horas de la noche, cuando no se escucha ningún otro tipo de sonido, ese murmullo molesta.

 En nuestro programa figuraba visitar el Parque del Café.

Ya desde el día anterior, una chica en la caseta de Promoción Turística que estaba en el mirador del Valle de Cocora en Salento, nos había informado el horario de funcionamiento del Parque. Supimos que abría desde las 9 a.m. hasta las 6 p.m. y que aunque era Viernes Santo para ellos esos días eran considerados como de Alta Temporada. Con ese dato acordamos que trataríamos de estar en el Parque del Café cerca de las 9:30 a.m. pues suponíamos que habría mucha afluencia de gente y que a las 8 a.m. saldríamos del hotel a buscar el desayuno.

 A las 7:30 a.m. el teléfono interno de nuestra habitación repicaba y Manuel al otro lado de la línea preguntaba si estábamos listos. Muy cumplidamente, a las 8 a.m. salimos a buscar el desayuno, pero antes cancelamos otro día de hotel pues ya habíamos comprobado que se ajustaba a las expectativas que teníamos.

 Salimos caminando en dirección al parque principal de Calarcá, a una cuadra y media del hotel. Media cuadra antes de llegar al parque entramos a una cafetería que conocíamos desde años anteriores. Es un lugar tranquilo, un poco estrecho para los visitantes pues es un local de poco ancho y muy alargado; a la entrada hay un mostrador con productos de panadería para venta al público; en otra área fabrican panes y bizcochos decorados; es dirigido por su propietario de nombre Néstor, un hombre muy trabajador, cuya cabeza ya empieza a mostrar claros en su pelaje.
La cafetería estaba a nuestra disposición. No había más clientes en el lugar, seguramente por ser Viernes Santo. Sirvieron huevos revueltos, panes, pandebonos, pandequesos y tinto ó café con leche ó chocolate. Quedaron muy satisfechos nuestros estómagos y también nuestros bolsillos pues por los cuatro desayunos cobraron $ 12.000.

Pasamos luego por el parque principal, jugamos otra vez al chance y luego nos dirigimos hacia el hotel para tomar el vehículo rumbo al Parque Nacional del Café. Cruzamos por la ciudad de Armenia, y tomamos la vía hacia Quimbaya. Pasados diez minutos llegamos a Montenegro, en cuya jurisdicción queda el Parque. Apenas entrábamos a las primera calles de la población cuando en un abrir y cerrar de ojos un muchacho en su cicla se puso paralelo a la ventanilla de nuestro conductor Manuel.

- Paisa: ¿Ya tiene los pasaportes para el Parque?. Yo le digo dónde los consigue y le dan descuento.

Manuel entre desconcertado e incrédulo le dijo:

- A ver, llévenos pues.

Sin pensarlo dos veces el muchacho picó en su cicla, volteó a la derecha una cuadra, luego a la izquierda y subió veloz, haciendo lo que antes solíamos llamar los ciclistas el clásico dancé (pedaleo parado sobre los pedales y moviendo la cicla fuertemente hacia los costados), dos empinadas cuadras que llevan a las calles principales del pueblo, cuidándose de mirar de vez en cuando hacia atrás para no dejar perder a sus posibles clientes, que habían quedado un poco rezagados. Tres cuadras más en terreno plano, más miradas hacia atrás y se detuvo frente a un pequeño local comercial.

-Aquí es, nos dijo.

Juan Camilo bajó del vehículo para hacer las primeras averiguaciones. Ofrecieron entradas de $18.000, $34.000 y $45.000. Manuel, que en cuestiones turísticas es bastante práctico y que ya había visitado alguna vez el Parque, nos recomendó adquirir las más económicas. Pero ni en ese sitio ni en otro similar dos locales más adelante tenían de las baratas. Tendríamos que conseguirlas en las taquillas del Parque. Una vez le dimos su merecida propina al guía ciclista, Juan Camilo fue a pie a un supermercado para comprar cuatro botellas de agua pues sabemos que en sitios turísticos el precio más que se dobla – Manuel y Beatriz bogan agua como camellos - y mientras pagaba en la caja pasó nuestro vehículo conducido por Manuel dando alguna vuelta mientras yo hacía la compra. También la cajera se distrajo mirando “ese carro que acaba de pasar pintado por todas partes”.

 Tomamos la vía a Pueblo Tapao, vereda de Montenegro. Son seis kilómetros los que deben recorrerse para llegar al afamado Parque turístico. Cuando faltaban 500 metros para la entrada empezamos a oler a Parque. Una larga fila de vehículos sobre la carretera y lotes adecuados en fincas al lado de la vía con letreros que decían algo así como “si no le da desconfianza, parquee aquí”.

No hicimos caso a la recomendación. Manuel dio instrucciones a Juan Camilo para que bajara del carro y mientras la fila de vehículos avanzaba lentamente fuera comprando los tiquetes. Contrario a lo esperado, en la taquilla que escogí no había fila. Me desprendí de $ 72.000 y me entregaron los cuatro tiquetes, tarifa más económica, cada uno con tres desprendibles. Cuando terminé mi gestión ya el vehículo con Manuel, Cecilia y Beatriz estaba  a unos cincuenta metros de la entrada principal. Juan subió de nuevo al auto. La entrada en el carro, muy organizada, conduce a los parqueaderos propios del Parque, por cuyo servicio se deben cancelar otros $ 6.000, sin límite de tiempo.

Por los $ 18.000 que pagó cada uno teníamos derecho a visitar todas las áreas del parque que tiene 54 hectáreas, bajar en teleférico hasta el parque de atracciones mecánicas y volver a subir en teleférico. Otra vez atendimos la sugerencia de Manuel de no utilizar el teleférico de ida y de vuelta, pues sólo conoceríamos el Parque desde el aire y en poco tiempo estaríamos afuera otra vez, pues el recorrido sólo dura unos cuatro minutos.  Por motivos de estado físico la mayoría escogió bajar a pie y subir en teleférico. Antes de iniciar el recorrido hubo visita a los baños que sorpresivamente no tenían cobro adicional y ya descansados emprendimos la marcha por el sendero peatonal.
Es un caminito adoquinado de aproximadamente 1,20 metros de ancho, que va descendiendo serpenteante, rodeado a ambos lados por plantas de café de varios tipos; sus nombres y sus características las anuncian en pequeños avisos de madera; también hay muchos tipos de flores. A la distancia, aprovechando su ubicación en una pequeña altiplanicie, divisamos la ciudad de Armenia. A medida que se va descendiendo va uno encontrando diferentes atracciones que por cosas del mercadeo han ido añadiendo, 17 sin costo, y 22 más pagando sumas adicionales.
Entre las primeras está el cementerio indígena, el puente de arriería, el puente colgante, las estaciones del ferrocarril y otras más. Cobran sumas adicionales por visitar El Show del Café, El show de las orquídeas,  por el paseo a caballo y por las atracciones mecánicas como el carrusel, karts, botes chocones, etc.

Iniciamos el recorrido con clima agradable;  no caía ni amenazaba lluvia pero a medida que fuimos descendiendo por el sendero, sentíamos  bochorno por la alta humedad reinante. Al igual que el día anterior, Manuel y Juan Camilo accionaban constantemente sus cámaras fotográficas.
De vez en cuando, algún visitante del parque nos solicitaba la colaboración para tomarle “una foto” a él y a su compañera, naturalmente con la cámara de ellos. Manuel, que normalmente iba más adelante que el lento de Juan Camilo, se veía muy simpático con un morralito rojo a sus espaldas, como cualquier joven estudiante moderno. Allí cargaba entre otras cosas su infaltable botellita con agua.
Observamos las tumbas del cementerio indígena, el puente de arriería, el puente bambusario, el antiguo jeep Willys cargado hasta el tope con bultos de café; la casa campesina con su mobiliario antiguo en las habitaciones, cocina y corredores. Hicimos una escala en el recorrido, en un sitio donde anunciaban la iniciación del show de las orquídeas.
 No entramos a este espectáculo y más bien mis compañeros optaron por comprar sendos raspados, aquel tradicional refresco donde a un vasado de hielo desmenuzado le echan encima unos almíbares rojos y no sé que más menjurjes. Mientras lo consumían sentados en unas rústicas bancas, apareció una chica, funcionaria de la oficina de turismo y que por pura casualidad era la misma que nos había dado la información el día anterior en la caseta turística en el mirador de Salento. Se acercó a nuestro grupo y nos comunicó su intención de hacer una encuesta sobre la apreciación que se tenía del Parque, cómo habíamos llegado, cuánto íbamos a gastar, qué fallas veíamos y otras preguntas más. Por unanimidad absoluta escogimos a Manuel para responder el cuestionario; después de contestar, añadió Manuel que el precio de entrada le parecía muy costoso si se pensaba sobre todo en la parte de la población que gana un salario mínimo.

Promediando la caminata, Juan Camilo, que se había quedado un poco más atrás de Beatriz y ésta a su vez más atrás de Manuel y Maria Cecilia, observó a una persona que le pareció conocida, aunque por el atuendo informal no estaba completamente seguro si correspondía a la persona que estaba pensando.  Juan Camilo siguió observando y el personaje empezó a caminar en dirección a Juan pero sin distinguirlo. Cuando pasaba ya muy cerca reaccionó como quien ve a alguien amigo. Se acercó muy simpático y me saludó,  Era Edison, el ex novio de Juliana que estaba paseando con un compañero de trabajó de origen francés. Habían llegado de Bogotá cruzando por La Línea pues la vía más utilizada, por el Páramo de Letras estaba cerrada. El francés, muy contento, gozando del clima diferente al de Bogotá y elogiando las carreteras que estaban en muy buen estado según su criterio.

Edison preguntó por Beatriz, que ya venía en mi búsqueda. Yo aproveché cuando él fue a encontrarse con ella para tomar dos fotografías y llevarlas para Juliana. Nos despedimos y me quedé pensando en que si nos hubiéramos puesto de acuerdo para encontrarnos en algún sitio del Parque todavía nos estaríamos buscando.


Seguimos el recorrido. Las rèplicas de las estaciones del ferrocarril de hace cincuenta años, la hermosa capillita, la gran plazoleta llamada Plaza de Bolívar, y muchas cosas más se fueron sucediendo a nuestro paso.  Aprendimos sobre el proceso del café, explicado por guías ubicadas en diferentes sitios del parque.

Ya en la parte final del recorrido, en una gran plazoleta, encontramos restaurantes de todo tipo, como es natural con precios bastante inflados. Nosotros sólo nos tomamos un delicioso tinto pues la idea era ir a almorzar a otro lugar. Beatriz aprovechó para comprar pequeños detalles para llevar de regalito a nuestros allegados.


Terminada la parte terrestre abordamos el teleférico para regresar por el aire al lugar de entrada. Oportunidad para fotografías aéreas que no desperdiciamos. Descendimos y fuimos a buscar la salida. Tuvimos que preguntar a una de las guías por donde era pues nos estaba dando alguna dificultad encontrarla.

Era más ó menos la una de la tarde. A dicha hora se notaba la gran cantidad de gente que estaba visitando el Parque ese día.

Como aún nos quedaba tiempo, aprovechamos la cercanía al municipio de Quimbaya, para ir al parque Panaca, otro de los turísticos lugares del Quindío. Un pequeño extravío saliendo de Montenegro que corregimos rápidamente, preguntando en una carpa de información turística que encontramos a un costado de la vía. Pasamos por una de las calles extremas de Quimbaya, situado a unos quince minutos de Montenegro y luego doblamos a la izquierda para tomar una carretera veredal durante unos quince minutos.  Antes de llegar, se pasa por una finca lujosa con una casa enorme, hoy convertida en hotel y que años atrás perteneciera a uno de los narcos famosos del país.

Llegamos a Panaca y Juan Camilo bajó otra vez del auto para obtener información de precios y servicios. Caminó hasta la entrada principal del parque  donde un guía explicó con amabilidad las diversas posibilidades que teníamos y los derechos que adquiríamos con cada una de las tarifas. El vehículo también debía ser parqueado en el lugar escogido por la organización previo el pago del estacionamiento. Nos pareció que el valor de las entradas no estaba acorde con los servicios ofrecidos y resolvimos más bien salir en busca del almuerzo.

Manuel, desde la época en que viajaba con Juan Camilo, tenía entre ceja y ceja un restaurante en Armenia que le había parecido interesante por sus precios y por lo abundante de la comida. Pero sólo recordaba que quedaba en un segundo piso y que el vigilante en la calle tapaba el parabrisas con un cartón para evitar el calentamiento en la parte interna del carro. Preguntó entonces a Juan Camilo si recordaba la ubicación. En principio Juan lo estaba confundiendo con otro restaurante típico paisa muy en el centro de la ciudad, pero con alguna explicación adicional supo a cuál era al que Manuel se refería. No muy seguro, dijo que intentaría  llevarlos al sitio. Poco a poco fue indicando por donde se debía enrutar, llegó a un punto donde dudó si debería coger a la derecha ó a la izquierda pero indicó giro a la derecha, otra vez a la derecha después de un semáforo al frente de un parque, el paso por donde antes quedaba la estación de los bomberos, una cuadra  más en descenso y llegamos al sitio objetivo.


Subimos las escaleras que conducen al segundo piso, el personal de la cocina nos miró con curiosidad y sonrió por algún comentario de alguien sobre algo que no supimos qué, y nos acomodamos en una de de las mesas del amplio salón. Cada uno escogió su plato. Notamos algunas diferencias con la idea que teníamos en mente, especialmente en la cantidad de las porciones no tan abundantes y un poco más tarde en los precios, que no fueron tan populares como recordábamos eran unos años atrás.

Apelando a nuestras labores de inteligencia supimos que había una nueva administración y tal vez eso explicaba dichas diferencias.


Después del almuerzo, mientras chupábamos el confite de menta que entregan a la salida de los restaurantes para mitigar el amargo de pagar la cuenta, nuestro conductor guía nos hizo un recorrido por algunas vías de Armenia para que Beatriz y Maria Cecilia se dieran  en forma rápida una idea de la ciudad, para luego seguir rumbo a Calarcá y tomar un merecido descanso en las habitaciones del hotel.


Ya en la nochecita, salimos a dar un paseo a pie y  llegamos al parque principal.


El día anterior habíamos visto una carpa frente a la iglesia, donde una morocha, de pie al lado de su patrón,  cogía en sus manos una piña y con un aparatito especial cortaba y picaba la pulpa dentro de la misma piña, añadía en su interior helado de dos ó tres sabores a elección del cliente y luego echaba salsas dulces encima. El envase era la misma corteza de la piña. Nos pareció llamativo el producto y nos antojamos de probarlo, pero como veníamos de comer en el restaurante del paisa sólo averiguamos el precio y aplazamos la compra para el día de hoy.


Por eso, el primer sitio que visitamos en nuestra caminada fue la carpa de la morocha. Cada uno hizo su pedido según sus preferencias, cancelamos los

$ 3.500 por unidad, y nos sentamos en una escalinata en la plaza a disfrutar el exótico refresco. Al terminar, como turistas educados que somos, fuimos a depositar las cortezas vacías a una basurera que había pasando la calle. Continuamos, tomando otra vez por la calle principal por donde habíamos paseado el día anterior, y ya al regreso, entre charla y charla, todos, excepto la desganada de Beatriz, estuvimos de acuerdo en que no comeríamos en forma y más bien tomaríamos algún refuercito rápido.


Escogimos para el efecto un sitio en la plaza principal, con cara de cafetería de cierto caché. Sendos tintos para Manuel y Juan Camilo, una crema  con sabor a café para Maria Cecilia y Beatriz reemplazó su comida por un pastel de pollo. Maria Cecilia cometió el grave error de darle una probadita a Manuel y éste ni corto ni perezoso engulló de una vez buena parte del contenido de la copa de su compañera.  


Desde antes de la salida de Medellín, Juan Camilo había ofrecido comprar en algún momento del paseo una media de aguardiente como regalo a los compañeros. Pero conscientes de lo poco tomadores que somos y viendo en la carta de la cafetería que ofrecían vino de café, puso en órbita la idea de reemplazar su oferta inicial por una de estas botellas. La idea fue bien recibida de inmediato. Hicimos las averiguaciones del caso con la mesera, quien poco informada debió recurrir a la dueña del negocio para que nos diera las explicaciones pertinentes. La botella nos alcanzó para dos copitas a cada uno, las que consumimos en medio de una charla agradable. Maria Cecilia había comprado el día anterior, en el Parque del Café, una pulserita elaborada por artesanos en un material que llaman acerina, quizá por tener un lejano parecido al acero. Manuel tomó la pulserita y explicaba algo a Beatriz cuando ¡pluf!,algún movimiento brusco que hizo sobre la pulsera ocasionó que ésta se abriera y una gran cantidad de  pepitas volaran sobre el piso en todas direcciones. Pasada la sorpresa de Manuel y las carcajadas del resto, se recogieron algunas de las chaquiras y alguien, tal vez Beatriz, no sé como lo calculó, pero expresó que faltaban cuatro pepitas por encontrar. Empezó la búsqueda sobre un piso saraviado que dificultaba el encontrarlas, pero poco a poco fueron apareciendo hasta completar el total de bolitas caídas.


Una vez salimos, Manuel, Maria Cecilia y Beatriz partieron hacia el hotel, mientras Juan Camilo se separó del grupo atraído por la procesión que a  media cuadra de la cafetería entraba a la iglesia. Durante unos diez minutos observó las imágenes, algunas en andas y otras en carrozas muy adornadas. Cuando Juan llegó al hotel todavía estaban sus compañeros en el hall y ya Manuel había pronosticado que la oveja descarriada llegaría muy pronto.












Se definió la hora de partida del día siguiente para las 8:00 a.m., pues nuestro conductor guía consideraba que no había necesidad de madrugar mucho. Nos despedimos y nos fuimos a descansar a las respectivas habitaciones.

jueves, 9 de abril de 2009

VIAJE ZONA CAFETERA 2009 dia1


 

DIA 1 – JUEVES SANTO – ABRIL 09
Narrado por: Juan Camilo Tobon A.
 
 Conociendo la exactitud de Manuel, nos levantamos con suficiente tiempo para no ser cogidos con los calzones en la mano. La hora programada de salida era 7:00 a.m. Esta vez, Manuel no llegó con puntualidad inglesa, pues faltando cinco minutos para las siete de la mañana, el sonido insistente del citófono nos indicaba que debíamos poner a rodar las rodachinas de la maletica en dirección a la portería. Efectivamente, ya Manuel fuera del carro y con la tapa del baúl abierta, esperaba que llegáramos con nuestros corotos para acomodarlos.
 
Un impecable automóvil color gris, Renault Logan full equipo, con letreros por todos los lados anunciando su adaptación al gas como combustible. Luego nos explicaría Manuel que lo había recibido treinta días antes con cero kilómetros. Al iniciar el viaje tenía recorridos unos 4.800 kilómetros. El mismo automóvil sería unos días después exhibido en el Expo Show del Automóvil en el Centro Comercial Unicentro.
 Al tiempo que Manuel acomodaba el equipaje en el espacio que deja el tanque del combustible de 100 metros cúbicos de capacidad, iba explicando a un transeúnte los detalles del carro, su precio, fecha lanzamiento, ventajas de utilizar el gas, etc.etc.

La verdad es que el carro llamaba la atención por sus letreros y en todas partes los peatones y conductores que se cruzaban con nosotros mostraban su curiosidad.
 
Tomamos la carrera 80 y al cruce con la calle 30A, ingresamos a la estación de servicio para tanquear con gas natural. Se trataba de experimentar el comportamiento del automóvil con el gas y su rendimiento.  Después de llenar el tanque con el equivalente en gas a unos veintidós mil pesos iniciamos la jornada. Eran las 7:34 de la mañana. Continuamos por la carrera 80 y luego, por una pequeña desatención de Manuel, tomamos la ruta de Guayabal en lugar de continuar por la 80 hacia la autopista, y por la vía de la Central Mayorista ahí sí caímos a la autopista Sur.
 
Con un manejo pausado y con relativo poco tráfico llegamos sin inconvenientes al Alto de Minas, lugar escogido por Manuel para la primera parada. Allí desayunamos sentados en las típicas bancas de tabla de madera. Chocolate con leche ó con agua, ó café con leche ó tinto ó aguapanela. Cada uno hizo su elección que fue acompañada con deliciosas almojábanas y pandequesos.
 Luego la infaltable ida al baño para luego continuar el viaje.

 Rodando siempre con tranquilidad, entre los consumos del mecatico que llevábamos, fuimos llegando a La Pintada, Irra y Tres Puertas.
En este punto se acuerda ir primero a Manizales y después llegar a Pereira. Pasamos por La Manuela y un poco más adelante llegamos a la doble calzada que en pleno ascenso nos condujo hasta Manizales.
 
Sin bajarnos del vehículo hicimos un recorrido a vuelo de pájaro por las calles centrales de la ciudad, observando la catedral, la plaza de toros y algunos parques. Es una ciudad tranquila que quizá no tiene el progreso tan acelerado que tiene Pereira. Juan Camilo y Manuel, sobre la marcha, aprovechaban para tomar fotografías de los sitios de su interés.

 
A la salida de la ciudad, nuevamente se recarga el vehículo con gas natural. Transitando aún por la doble calzada, cruzamos Chinchiná, Santa Rosa y Pereira.



 Donde llamó la atención el cruce por el viaducto “César Gaviria Trujillo” al cual debieron instalarle en toda su extensión barandas metálicas que impiden que los desesperados se suiciden lanzándose al vacío.

El sistema de Megabús con sus gigantes buses verdes articulados también fue punto de atracción. En más de una ocasión Manuel debió corregir su carril, pues por la tendencia que tenemos los conductores de buscar siempre la vía más descongestionada, aparecía de un momento a otro transitando por el desocupado carril del sistema de transporte masivo, lo que sólo notábamos cuando en el pavimento aparecía el letrero “ CARRIL SOLO PARA MEGABUS”. 
 
Dejamos Pereira y tomamos la ruta hacia Armenia, siempre sobre la doble calzada. Carretera en muy buenas condiciones, pero con exceso de peajes y con costos muy altos pues algunos tienen tarifa de $ 9.400 para automóviles. Por este dinero puede uno recorrer unos 60 kilómetros en carretera utilizando gasolina y unos 90 ó 100 usando gas natural. El clima empezó a deteriorarse y aparecieron nubes grises en el firmamento.

 Al llegar a la hoy destartalada Posada Alemana que fuera propiedad de Carlos Lheder tomamos la desviación hacia el municipio de Salento. Carretera veredal pavimentada, inicialmente unos cuatro kilómetros en descenso y luego unos 5 kilómetros subiendo para llegar al pueblito. Bastó sólo iniciar el recorrido por las primeras calles urbanas para notar la gran cantidad de turistas que visitaban la población. Vehículos parqueados en las calles, con placas de muchos municipios de Colombia pero con mayoría de la ciudad de Cali; lotes cercados que prestan el servicio de parqueo repletos desde unas cuatro cuadras antes de llegar al parque principal.

El interés principal de Manuel era llegar al mirador, un sitio que conoció años atrás cuando viajábamos juntos en función de negocios y que recordaba con agrado porque desde la altura de dicho mirador se observaba el valle de Cocora con las palmas de cera, las montañas, el río que bajaba por el valle con su murmullo y toda esa visión en conjunto  descansa el espíritu. Buscando la llegada al mirador tomamos una vía pavimentada pero rápidamente notamos que no era la ruta que nos llevaría al sitio deseado por lo que giramos 180 grados, aprovechando la entrada a una de las fincas de la zona y regresamos a las calles del pueblo.

Notamos también que la llegada al parque principal no era posible para automóviles porque dos cuadras antes tenían taponado el paso con unas vallas metálicas, tal vez, pensamos nosotros, por las procesiones y ceremonias de la Semana Santa, pero Tere, la hermana de Beatriz, comentaba que cuando estuvo a fines del año anterior tampoco los dejaron llegar al parque principal en el automóvil. Es posible que hayan dejado las calles aledañas al parque y la vía turística principal exclusiva para peatones.
 
Preguntamos a un transeúnte sobre la ubicación del mirador y rápida y amablemente nos indicó como llegábamos y qué calle debíamos tomar para evitar el problema de las vías que estaban taponadas. Efectivamente en pocos minutos llegamos al lugar buscado. Luego de una breve espera, mientras dos vehículos salían de sus sitios de parqueo para estacionarnos allí nosotros, descendimos del auto para ir en búsqueda de la maravillosa vista. Las cosas no salieron como esperábamos. La lluvia empezó a caer continua y pertinaz, acompañada de relámpagos y truenos, y una densa neblina cubría la zona impidiendo ver el valle de Cocora. Nos quedaba el consuelo de escuchar el murmullo del río.
Tampoco en eso tuvimos suerte. Supongo yo que con el permiso de algún gamonal ó cacique del municipio ó del departamento se asentaron  en el sitio varios vendedores ambulantes, seguramente con el argumento de que todos tenemos derecho al trabajo. Un vendedor de medias botellas de miel de abejas que con frases de cuentero paisa trataba de incentivar al público, otro vendedor de rosquitas calientes y lo peor para nuestro objetivo, un minusválido en silla de ruedas que tenía a su lado su colección de discos con música de flauta tipo nueva era. Una verdadera paradoja. Esa música que escuchamos para descansar el espíritu, la que ponía el vendedor a un volumen alto,  aquí nos impedía escuchar el murmullo suave del río, el verdadero descanso natural que buscábamos.
Un poco defraudados por los resultados, esperamos el primer chance que nos dió la lluvia, para salir del pueblo en búsqueda de algún restaurante para almorzar. Como buen glotón que es, Manuel ya le había echado el ojo desde la entrada al pueblo,  a uno no muy congestionado. Sobre el lado derecho de la carretera veredal, a unos cinco kilómetros del pueblo encontró el sitio que buscaba.

 Nos situamos en una mesa al lado del pasamanos de madera,  que nos separaba del declive verde de las montañas. Una chica joven, simpática, con un tono de voz que nos puso a adivinar su zona de procedencia, nos atendió y recibió el pedido. Al fondo veíamos la cocina con las estufas y ollas a todo vapor, un hombre y varias mujeres  pendientes de los alimentos y a mi derecha el paisaje con las montañas y casas campesinas. A lo lejos, el río que bajaba y algunos recodos de la carretera que lleva a Salento.

Esta vista fue luego reemplazada por la de las esterillas que haciendo la función de persianas se encontraban encima de los pasamanos y que hubo que bajar pues la lluvia fuerte con la compañía de truenos y relámpagos volvieron a aparecer. Cuando había empezado a lloviznar ya el agua ventiada nos había obligado a ubicarnos en otra mesa más resguardada.
 Ya eran las dos y treinta de la tarde, llevábamos media hora esperando y nada de nada. Diez minutos después vimos que traían los pedidos pero para los vecinos de mesa que habían llegado después de nosotros. No era de preocuparnos porque el grupo nuestro llevaba protestón profesional. Manuelito empezó a enrostrarle a la joven mesera la demora y el habernos dejado de últimos lo que la obligó a disculparse diciendo que se había enredado un poco pero que ya traía nuestro pedido. La comida estuvo sabrosa, y sólo quedó el lunar de la demora. La chica era bogotana, y me quedó la sensación de que en unión de toda su familia salió de Bogotá en busca de oportunidades en otras tierras y montaron el restaurante sin tener todavía la experiencia que se requiere para atender en forma rápida una avalancha turística de Semana Santa. 
Tomamos de nuevo el camino. Eran las tres de la tarde y ahora la preocupación, que Manuel llamaría más bien el siguiente paso, era encontrar alojamiento. Llegamos a la troncal, cogimos en dirección a Armenia, pero antes resolvimos entrar primero a Circacia, población a unos cinco kilómetros de Armenia y un kilómetro adentro de la troncal, pues nos parecía que de pronto allí encontraríamos un hotelito bueno y económico.

Sólo faltaban dos cuadras para llegar al parque principal cuando apareció un joven campesino agitando alguna publicidad. Algo nos hizo pensar que ofrecía hospedajes y Manuel detuvo la marcha, bajó el vidrio eléctrico de su ventanilla y al instante el muchacho ofrece alojarnos en una finca hotel y  “ustedes que son paisas negocean el precio” nos dijo. Se ofreció para indicarnos el sitio y subió a nuestro vehículo. Tendría unos 16 años y cubría su cabeza con una cachucha de tela liviana. En el trayecto algo le hizo pensar que su oferta fracasaría y empezó a ofrecernos alojamiento en otros sitios. Averiguamos en muchas partes, seis, siete, quizás ocho y nada.

En unas no había cupo, en otras no nos acomodamos con el precio, otras no estaban en servicio y otra era para doce personas y nosotros éramos sólo cuatro. A la que más nos aproximamos fue a unas cabañas aparentemente agradables pero que no conocimos pues no hubo acuerdo en el precio. El dueño pedía $ 90.000 por persona por cada noche, incluido el desayuno. Insistía que miráramos las habitaciones que estaban muy bonitas y recién pintadas pero mientras el precio no se acomodara a nuestro presupuesto lo demás sobraba. Entretanto el campesino aprovechó para llamar por teléfono al sitio de hospedaje que inicialmente ofreció en las calles de Circacia y le dijeron que no tenían disponible ninguna cabaña. Paso a paso y parada tras parada llegamos al Municipio de Montenegro, en cuya jurisdicción se encuentra el turístico Parque Nacional del Café.
Conscientes éramos de que mientras más cerca estuviéramos del Parque más costoso sería el hospedaje. El campesino, quien ya sudaba a chorros probablemente por ver el fracaso de su gestión, lo que obligó a Beatriz a pasarle un kleenex para que limpiara su cara, quemó uno de sus últimos cartuchos y dijo que en Montenegro podríamos encontrar un hotel bueno y de buen precio, sugerencia que no fue muy bien recibida por los paseantes. Por fin, el guía nos indicó una entrada a fincas hotel a más ó menos 1 kilómetro de Montenegro en dirección a Armenia pero tampoco tuvimos éxito. Intentamos vía celular llamando a unos teléfonos que aparecían en una valla al lado de la carretera pero la respuesta fue que se requería reservación. Nos devolvimos entonces para Montenegro, más con el fin de dejar en libertad a nuestro guía campesino en un sitio donde pudiera tomar el bus de regreso a su pueblo Circacia. Indagamos cuánto le costaba el pasaje de regreso a su pueblo y le dimos una pequeña propina que le cubriera éste y algún otro antojito pequeño, para compensarle su esfuerzo y su sufrimiento.
Después de un breve intercambio de opiniones resolvimos dirigirnos directamente a Calarcá, para tratar de encontrar alojamiento allí. Todos lo municipios del Quindío están relativamente muy cerca unos de otros y comunicados por vías pavimentadas en buen estado, por lo que en diez minutos estábamos cruzando Armenia y cinco minutos después estábamos en Calarcá. La primera opción que buscamos fue el Hotel La Villa, a una cuadra del parque principal. A este hotel iba Juan Camilo cuando estuvo viajando  a esa zona en asuntos de negocios y también cuando viajó con Manuel. No había cupo. Curioso por saber a cómo estaba la tarifa pregunté a la recepcionista:

-          ¿A como está ahora la habitación?
-          No señor. Aquí no prestamos servicio por hora. Respondió la recepcionista.
. Al aclararle cual había sido mi pregunta me contestó que el precio era $ 39.000 la noche, por persona.

 
Pasamos a media cuadra del Hotel La Villa, donde la recepcionista de éste nos indicó la ubicación de otro alojamiento. Efectivamente encontramos el Armont, hotel que no conocíamos, establecido hace tres años. Nuestro negociador Manuelito descendió del vehículo y salió rumbo a recepción. A los pocos minutos, con cara alegre y silbando, nos invitó a bajar las pertenencias porque ya había negociado nuestra estadía. Había habitaciones en el primero y en el quinto piso, pero por no haber ascensor, escogimos en el primer piso y pagamos la primera noche. El costo por persona es de $ 30.000 el día, y se cuenta además con el servicio de parqueadero cubierto en sótano, sin cobro adicional. Recibe todas las tarjetas débito y crédito, lo que no hace el Hotel La Villa.
 
Cada pareja se acomodó en una habitación y quedamos en reposar una horita para salir a buscar la comida. Manuel fue a ubicar el automóvil en el parqueadero pero antes de subir al vehículo hubo de explicar otra vez a algunos turistas que también se hospedaban en el hotel, las bondades del automóvil en que viajábamos, su características, precio, fecha de lanzamiento, etc. Confirmábamos que el carro llamaba la atención.

 
Salimos en grupo a recorrer el pueblo; el parque principal, amplio y agradable. Desentonan en él un par de casetas en ladrillo ubicadas diagonalmente en dos de las esquinas del parque, construídas para vender alimentos ó artesanías o algo similar. Una corta visita al templo principal con visita al monumento. Este templo, y la opinión es unánime, es uno de los más simples que hayamos conocido. Es prácticamente una bodega amplia y no se destaca tampoco por su decoración ni por sus imágenes; raro siendo una población de unos cien mil habitantes y de honda tradición católica. Tentamos la suerte haciendo un boleto de chance con el 283, número de la placa del carro y que además coincide en sus dos últimas cifras con el número preferido de Juliana, el 1883. Tomamos la calle comercial principal, donde se encuentran la mayoría de los negocios a lo largo de unas ocho cuadras; almacenes, droguerías, bancos y restaurantes, y una romería de personas que desfilan a pie en plan de descanso y de mirar gente.
 
Comimos en un restaurante paisa con sillas de madera pero que pesaban como si fueran de plomo. Llamó la atención de Manuel el bajísimo precio del pollo asado, algo más de $10.000. Desde la mesa mirábamos el pasar interminable de los peatones por la calle principal. Al terminar, Manuel hizo empacar los sobrantes para regalarlos a un mendigo que veíamos cerca de la entrada al establecimiento. Cuando le entregó el paquete el hombre se molestó por haberlo creído un limosnero y explicó a Manuel que él cuidaba los automóviles que parqueaban en la zona. De todas maneras recibió el paquete.
Terminada la comida seguimos caminando rumbo al hotel, esquivando a los perros que a veces solos y a veces en pareja, se acostaban en mitad de la acera estorbando el paso y arriesgando que en un descuido leve de algún caminante, fueran pisados con resultados no predecibles.
 
Llegamos al hotel y nos dispusimos para el descanso, después de un largo y trajinado día de turismo. .